Un cuento de Enrique Mariscal
Si alguna persona comete la osadía o el descaro de manifestarse alegre en nuestra sociedad, recibe una condena inmediata, expresa o latente: ¿de qué se ríe? ¿Qué le pasa? ¿En que curro andará?
Si alguien dice sentirse feliz, alegre, contento con su vida y sus realizaciones es percibido, en muchos ambientes, como un provocador, un agente extraño que viene a hacer olas en el mar de la pesadumbre generalizada, en el desierto del lamento, en el pantano del aburrimiento militante, en el océano nada pacífico, del sufrimiento inútil.
Nos estamos olvidando de reír, de proyectar buenas ondas, de manifestarnos entusiastas con nuestros sueños o esfuerzos. Por el contrario, pareciera ser sumamente distinguido portar cara mufosa, aire de enojo, gesto de desgano, palabras hirientes de múltiples críticas, acompañada de broncas de bronca.
El estilo propio del desaliento, de la depresión y de la incredulidad es cultivado minuciosamente por los noticieros implacables que agotan toda la vida planetaria y cósmica en recurrentes infortunios aldeanos. Luego, los multimedios extienden su obra nefasta en las conversaciones secas, rutinarias, empobrecidas de proyectos, encuentros reiterados de la figura social de “llorar a dúo”.
Cuando las personas nutren sus mentes repitiendo los comentarios políticos coyunturales, carentes de trascendencia, pobres de imaginación, faltos de esencialidad, y consideran que con ello están pensando la realidad nacional, no hacen otra cosa que propagar el vacío, el tedio, la mala onda que nos complacemos en sostener como “coro quejoso”, presente en las grandes tragedias.
En cierta oportunidad fui con un joven paciente en depresión, a escuchar a un lama tibetano que acababa de llegar a Buenos Aires y daba una conferencia en el Teatro General San Martín.
Le dije a mí compañero: ¿Por qué no le preguntas algo?
No se me ocurre nada –me respondió-
Le sugerí: ¿por qué no le preguntas, de qué se ríe el lama?
El muchacho junto energía y lanzó con voz firme, el gran interrogante.
El monje volvió a sonreír, ostensiblemente festivo, inocente con una beatitud conmovedora y respondió:
“Mi superior me eligió para que venga hasta aquí a dar un ciclo de charlas; todo un honor y una gran responsabilidad. Ello me puso muy contento.
Dejé el monasterio con la oportunidad de asumir un viaje de descanso, porque hasta de los monasterios es bueno tomarse vacaciones de vez en cuando; tuve entonces una gran alegría. El avión salió a horario, no cayó y la comida estaba sabrosa. Compartí todo el viaje con una señora sumamente simpática. Aterrizamos bien en Ezeiza, el clima estaba muy agradable, templado, había dejado el frío del Tíbet. Me instalaron en un muy confortable hotel. Todo salió perfecto. Estaba muy contento. Ingresé a esta sala y estaba repleta de gente; una sorpresa muy grata. El público me ha escuchado con maravillosa aceptación, esto me dispone a estar sumamente complacido. Además usted me hace una pregunta oportuna e inteligente. Estoy muy pero muy contento y agradecido: ¿cómo no va a reír el lama?“
Nos retiramos del teatro muy alegres, el lama nos había enseñado a sumar.
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